Imagen: La muerte de Marat de J.L. David
De las cartas de Oscar Wilde a Lord Alfred Douglas:
Quizás sepa de ti mañana. No puedo soportar tu tristeza e infelicidad: porque no puedo remediarlas. ( Carta del 5 o 6 de noviembre de 1894)
El dolor, si vuelve, no permanecerá para siempre; ciertamente, un día tú y yo nos encontraremos de nuevo, y aunque mi rostro sea una máscara de pesadumbre y mi cuerpo esté decrépito por la soledad, tú y sólo tú reconocerás el alma que es más hermosa porque encontró a la tuya. (Carta del mes de mayo de 1895)
Oh, la más querida de las criaturas, si alguien herido por la soledad y el silencio llega a ti, deshonrado, de risible linaje para los hombres, oh, tú podrás al tocarle cerrar sus heridas y rehabilitar su alma que la desdicha había por un instante ahogado. (Carta del 20 de mayo de 1895)
Me acosté al lado del cadáver. Pensé que aún podía ser testigo de tu último destello. Mi única obra, despedazada sobre el parquet.
Mientras esperaba, morí. Sentí el abandono. Los fluídos se solidificaron y se convirtieron en cristales filosos que laceraban por dentro y dejaban rastros comprometedores en la habitación. Evidencia incriminatoria.
La vista se nubló y los escasos objetos que poblaban mi llanura baldía quedaron marcados en mi retina como figuras de azúcar.
Yaciendo sobre el piso de madera presentí al niño alado. ¿Vino a participar expectante de mi descenso al infierno? No, quizás, a guiarme.
Nosotros atados, esposados, unidos por otro mientras él reía y mostraba sus dientes hermosos como la definitiva y perversa salida divina. Con ellos logró que abriera mi mano seca. Un débil y crepitante movimiento permitió que una gota (la última) se deslizara y regara el tenue rostro tuyo.