Un imbécil es un funcionario público, un portero de edificio, un adscripto de un liceo, un mozo, un abogado, un estudiante, un chofer de ómnibus, un licenciado en letras, un cura... Podría enumerar a cada uno de los seres que me rodean, pero no lo haré porque eso me haría perder mucho tiempo.
En un país manejado por seres carentes de elevación mental (idolatro a Darío por haberlo expresado magníficamente), el miedo a estar siquiera un pelo por encima de la corrosiva mediocridad, puede ser tan peligroso como explicarle a una maestra que el ratón que se lleva los dientes (que se llevó sus dientes pequeños y redondeados cuando era sólo un tierno infante) son los padres.
Hacer trizas sus pilares, verlas caer al vacío, verlas retorcerse en lava hirviente, verlas escupir pus, es delicioso. Sus túnicas blancas, planchadas, abotonadas, hechas jirones. Verlas aferrarse, temblorosas, a un pedazo de madera que antes había sido la bandeja de oro en la cual se servía el saber (un conjunto de perfectos jeroglíficos ligados en forma volátil por leves hilos de espuma seca), es gratificante, es simplemente hermoso.
Hermoso como ver a los imbéciles mordiéndose los dedos después de haber masticado y escupido lenguas efervescentes. Sublime como verlos, ahora, mutilar sus genitales al tiempo que idolatran a un patético payaso que mira impávido con su taciturno rostro.